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miércoles, 3 de agosto de 2011

Días de Hielo y Fuego

Conocí a Rocío Ordoñez por medio de una amiga en común. Una amiga que nos quiere mucho a ambas y que supo, desde el primer momento, que Rocío y yo tenemos muchas más cosas en común que este hábito de escribir: una vida que a veces se complica aunque nos deslomemos por enderezarla y una perseverancia (de la cual me jacto, claro) a prueba de "hielo y fuego".
Su novela ha paseado ya por muchísimos lugares. Ha sido leída por neófitos y conocedores, siempre con el mismo resultado: la sencillez de una escritura correcta, la transmisión de las emociones por medio de la palabra en una historia que inunda el alma, son el común denominador de los elogios a la hora de la opinar.
Pero mis palabras aquí están sobrando. Baste el inicio de la novela para que toméis un botón de muestra:





París sigue allí, esperándole. 

Tras ocho años de ausencia, las calles estrechas y ruidosas de Montmartre, los sucios e inquietantes márgenes del Sena en los que la vida y la muerte siempre están de la mano, le dan la bienvenida. 
Necesita saborear a solas las sensaciones del reencuentro, por lo que ordena al cochero detenerse en una fonda y bajar los dos pequeños y desgastados baúles de cuero. Así, apenas negocia la estancia con Madame René, la posadera, sale a las calles, sin siquiera cambiarse la ropa polvorienta del viaje. 
Tiene hambre de París, la ciudad más dulce y más amarga. Aquella que apresó su juventud, cual vampiro que arrebata la vida ofreciendo a cambio el placer más intenso. La ciudad en la que lo tuvo todo, la ciudad que le condenó a vagar, sin alma.



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