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martes, 20 de septiembre de 2011

El reto de los 30 libros - día dieciocho

La consigna del día es: el libro que más veces has leído.

Así como en la vida uno busca la oreja predispuesta de un amigo cuando tiene una alegría o una pena que compartir, a la hora de releer un libro (por el placer de releerlo o porque no hay ya libros sin leer en la biblioteca) uno recurre a un amigo de las letras para gratificarse.

En mi caso este encuentro se produce dentro de uno de sus libros:

Todos los fuegos el fuego, de Julio Cortázar.


Y digo amigo, tomándome una atribución que no me corresponde. Pero que en el corazón siento de esa manera.  Si entendemos la amistad como algo que no puede encontrarse limitado por las coordenadas geográficas ni puede ser intimidado por el transcurrir del tiempo, que se establece con otro (cuya otredad me es afín)...

Todos los fuegos el fuego es un libro perfecto. En todo sentido. Desde la elección de su título (homónimo del cuento, que no es el mejor del libro, pero sí el de título más potente), hasta el orden en que están ubicados en las páginas. Hecho que se repite en cada uno de los cuentos: la perfección de la prosa fluida,la construcción de párrafos estéticos y perfilados de un modo en que la mismísima puntuación provoque sensaciones en el lector.
En este libro, Cortázar saca a relucir todas sus estrategias para romper reglas que él conoce a la perfección y se da el lujo de derribar una a una con un descaro que pasa desapercibido. Su modo de exponer los diálogos en "Señorita Cora", por ejemplo. Esa manera tan de Cortázar de convertir a un lector en cómplice a partir del instante en que hace desaparecer un signo de puntuación considerado obligatorio y políticamente correcto para jugar con nuestra mente a construir lo que nos entrega como una astilla de su creación. En todos los fuegos el fuego, Cortázar juega con lo cotidiano, con nuestra cotidianeidad, y lo convierte en algo que nunca habíamos visto: lo que ocurre, lo que puede ocurrir, lo que ocurrirá. Y todo eso converge en la mente del lector sacudido por su mano.
Cada vez que dudo dónde o cómo poner un adjetivo. Cada vez que me pregunto si una coma o un punto son imprescindibles. Si lo que quiero decir está bien dicho o he dicho de más, vuelvo a las páginas de Todos los fuegos el fuego a encontrarme con mi amigo Cortázar para que me de una buena lección de cómo se escribe un cuento.


La creatividad de Julio Cortázar (1914-1984) encontró de forma natural en el cuento su mayor plenitud. Y no es casualidad: ciertamente, por su concisión, por su exigencia de síntesis y su flexibilidad narrativa, este género se prestaba como ningún otro a las particulares premisas estéticas de Cortázar, tales como la enfatización del componente fantástico, el diálogo abierto con el lector o el juego hábilmente propiciado entre los diversos planos narrativos. Incluso la admirable Rayuela, esta vasta y monumental obra de más de 700 páginas, recuerda a menudo, en su planteamiento, más un cuento que una novela, si bien en definitiva no resulta ni lo uno ni lo otro (ni tampoco una antinovela, como tantos han pretendido, no se sabe muy bien por qué).
En cualquier caso, la obra de Cortázar ilustra, al menos en cierto sentido específico, la noción de literatura fantástica que tan fecunda fue a lo largo del pasado siglo, y que puede caracterizarse a grandes rasgos por el rompimiento de la lógica espaciotemporal de la narración, la introducción de fuerzas desconocidas cuya acción sobre los personajes (o sobre el lector) se intuye pero no llega a insinuarse, o bien la descripción de unas circunstancias que parecen violar el transcurso razonable de los acontecimientos. En este sentido, Julio Cortázar fue un escritor íntegramente comprometido con lo fantástico, no como mero recurso estilístico (aunque también) sino como un medio viable para reinventar la literatura desde dentro, demoler toda la tradición precedente y reconstruir desde allí un nuevo lenguaje que se reflexionara a sí mismo.
Por lo demás, Cortázar se preocupó de dotar el cuento de una entidad propia de la que hasta entonces demasiado a menudo careciera. Como él mismo sabía muy bien, el cuento es algo más que una novela de reducido tamaño, y por ello era imprescindible no limitarlo a los principios narrativos de aquella. Partiendo de este punto, el genial argentino se esforzó por afrontar la elaboración del cuento de un modo tan divergente al de la novela como fuera posible, de un modo que le fuera propio, lo que significaba en su caso llevar a sus últimas consecuencias el juego entre ficción y realidad, apremiar los equívocos del lenguaje hasta el límite del funambulismo y dejarse caer en el vértigo precipitado de la brevedad. Habilidades todas ellas que, de más está decirlo, nuestro autor dominaba a la perfección, y que justifican el hecho de que Julio Cortázar haya pasado a la historia como uno de los mejores cuentistas del S.XX.
Todos los fuegos el fuego (1966) ocupa un lugar significativo en la producción narrativa de Cortázar. Recoge el libro ocho magníficos relatos que proclaman la maestría del cuentista argentino en sus más variadas vertientes. Desde el tono marcadamente realista de «La autopista del sur» hasta el de corte más febril y delirante, desconcertantemente absurdo, de «Instrucciones para John Howell», demuestra Cortázar en diversos registros su preeminencia como narrador, al filo de una prosa fluida y profunda, asombrosamente inconfundible, que reclamaba para sí, como el autor confesó más de una vez, el ritmo asimétrico y el virtuoso escamoteo del jazz.

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