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miércoles, 14 de septiembre de 2011

El reto de los 30 libros - día doce

La consigna del día: una biografía.

El libro elegido para esta consigna es mucho más que una biografía novelada. Es una novela en sí mismo. 

El oro de los Césares, de Julio Torres.

Uno de los mejores libros que he leído en mi vida. Y uno que no me canso de recomendar.

La prosa de Julio no tiene nada que envidiarle a la de García Márquez: pura, limpia, ágil, libre de trucos, entretenida. La historia de Jerónimo Luis de Cabrera, nuestro Jerónimo, se convierte ante nuestros ojos en una película que no podemos dejar de ver. Y si Jerónimo antes nos caía simpático por naturaleza, ya que es uno de los adelantados más queribles de la historia argentina, a partir de este libro comprendemos mucho más. Julio Torres nos muestra a un fundador con bajezas y virtudes, que en la persecución de sus sueños no ceja y que además es "humano" como el hijo de cualquier vecino. Un protagonista que por momentos nos hace reír y por momento nos provoca deseos de arrullarlo o de ahorcarlo.



Todo eso, en verdadero cordobés. Los paisajes, los personajes de la época, la brisa cordobesa flotando sobre todo lo escrito imprimiéndole el sello personal de Julio Torres a la historia que no escribieron los historiadores en los libros que nos dieron en la escuela. Ojalá, este fuera un libro de lectura en los colegios secundarios: entenderíamos mucho más de nuestra provincia y de nuestras raíces.
Lamentablemente, pude leerlo solo una vez, en una única noche. Porque me lo habían prestado y debía devolverlo con urgencia. Sin embargo, este juego del reto de los libros me ha hecho pensar que debo ponerlo en primer lugar en la lista de libros a conseguir. 
Sinopsis de El Oro de los Cesares
«Ese día de marzo del otoño de 1574, en el otro extremo de la tierra, don Jerónimo Luis de Cabrera, Gobernador, Capitán General y Justicia Mayor de la Provincia del Tucumán, Fundador de la Villa de Ica, Corregidor de la Villa Imperial del Potosí, Fundador de Córdoba de la Nueva Andalucía, encomendero de dos mil indios y jefe de cien españoles de pelea, leía el decreto de Su Majestad don Felipe el rey de España que le había alcanzado un criado de Gonzalo de Abreu y Figueroa Ponce de León.
El papel del Rey revocaba su título de Gobernador otorgado por el virrey Toledo, lo nombraba a Abreu su reemplazante, y lo facultaba a tomarle residencia.
El Rey es el Rey, aunque te mezquine justicia oyó como en un eco a su madre, esa voz ronca que había amado tanto.
Y viéndole a Abreu los ojos helados de godo, la cara desencajada de odio, y el tajo que le cosía la oreja con el labio, supo que toda su vida de cabalgata sin fin y de lucha sin desesperanza había sido una huída hacia adelante sin refugio, y terminaba como si no hubiera empezado.
El tiempo entre aquella primavera y este otoño había durado lo que dura un lirio.
Los hombres que traía Abreu lo encadenaron casi con respeto.
Los cargos ni los oyó cuando se los leyeron.
Se sabía culpable de un único cargo hereditario, al cual había estado esquivándole el bulto durante medio siglo, y ahora veía que inútilmente.
Quizá con el oro de los Césares, millones de pesos, hubiera podido comprar a la Corona, eternamente endeudada, un abolengo retocado, un certificado trucho de limpieza, un título, un hábito.
Pero la cruz cabeza abajo, la Cruz del Sur, le había señalado bobamente la dirección de la nada.
En el arduo viaje a Santiago del Estero, capital de ninguna parte, asamblea de vinchucas, lugar de nadie, tuvo un corto tiempo para reconstruir penosamente las peripecias de su historia».



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